GENTE
El observador que se acerque a contemplar una colección de imágenes como esta, sin duda, obtendrá percepciones diferentes. Fruto de la riqueza subjetiva de cada espectador. Este recorrido se puede abordar con la mirada del crítico, ensayista, fotógrafo, periodista o simplemente espectador. En mi caso prefiero evadirme con mi imaginación en busca de la intención del autor y sobre todo poner en orden todo aquello que me hace sentir. Estamos ante una magistral colección consagrada al retrato. Un auténtico retablo cervantino. El fotógrafo ha cuidado la puesta en escena de cada personaje, que se sumerge en la atmósfera creada, y dotándole de atributos que explican los detalles del relato que nos quiere contar. Atributos que definen su personalidad y sus circunstancias. No faltan motivos religiosos de beatería santurrona. Las personas y las cosas se encuentran en su vida familiar y social, o se sumergen en su propia soledad. El modelo se protege con un mobiliario de figuras e imágenes, con intención de confundirse y confundirnos; huyendo se sí mismo. En busca de otro personaje o quizás de su propia libertad. La cama sirve como reafirmación de su intimidad. Como refugio a veces. Un personaje bíblico, revestido de su propia desnudez y arropado de la miseria que le rodea. Sólo un cuaderno en su mano le ubica en el tiempo y presenta un cuadro de inevitable humanidad. Los elementos religiosos, fetichistas de acusada religiosidad mercantil, ponen en escena el disparate de su propio sacrilegio. Desprendido de Dios y aferrado a su negocio. Los símbolos se mezclan con situaciones reales; saliendo y entrando de mundos fabricados por la mente del modelo y captados por el ojo del fotógrafo. La juventud, las diferentes razas y edades nos sumergen en relatos literarios que nos hablan de futuros inciertos. La desnudez retratada sin prejuicios y reafirmada por el modelo, crea un ambiente de libertad donde el fotógrafo aprovecha para mostrar un erotismo tierno y al mismo tiempo preñado de sensualidad. Las figuras eróticas se confunden con símbolos irreverentes aunque rayando lo ingenuo. Dos personas retratadas comparten la escena, pero sólo dialogan en su incomunicación. Son reflejo de la misantropía, de la soledad; denominador común de la mayoría de los personajes. Cuando el retratista arrastra a una de sus modelos hasta la estancia más innoble de la casa, el retrete, lleva al espectador a contemplar escenas que son molestas, faltas de estética. Pero es difícil escaparse de un pensamiento que justifique posar la vista en otro lugar. Ha captado, también, el momento mágico que se crea siempre que alguien se asoma a un espejo; situando a la modelo escudriñando en el fondo del Narciso que brota en su interior; abriendo camino entre las grietas del azogue astillado. Un niño, aparentemente jugando con las faldas de una mesa camilla, nos evoca nuestra infancia. Cuando todos los muebles y utensilios de las casas, los hacíamos servir para entretener aquella niñez en blanco y negro. Una cama desnuda sirve para sentar sobre su propia ternura y complicidad, a una abuela y su nieto. La convivencia de las dos generaciones, intenta y consigue, burlar de un salto la generación que queda entre ambos. En varias ocasiones en el recorrido de esta colección de retratos, nos encontramos con animales auténticos libertadores de la soledad de sus dueños. Sus miradas rompen el monólogo con su compañía. El artista retrata a niños, adolescentes, jóvenes y longevos, pero todos ellos están incrustados en el mosaico creado por sus circunstancias, carencias y frustraciones. Posiciona a los modelos bajo libertad condicional, aunque en algunas secuencias se perciba un clima de complicidad, de confianza. Las miradas se pierden allá a lo lejos, en un lugar impreciso en la profundidad de campo. Cuando los ojos se cierran, son los objetos los que fijan su mirada en el espectador. Miradas de resignación, autoafirmación insegura, miradas entre rejas, mirada ida, enajenada, un tanto quijotesca, mirada de poseso exaltado, miradas de sonrisa y esperanza contenidas, quizás de lascivia de provocación, de sosiego, de enajenación, miradas preludio de la muerte o anuncio del fin. De rechazo y desesperación, de ingenuidad, serenidad bonachona, mirada de gesto inocuo. Miradas de evocación y nostalgia, quizás algún matiz de melancolía. Mirada íntima y fresca de adolescente. Retratos enmarcados en retablos entre grotescos, desoladores y con morriña, evocadores del esperpento de Valle Inclán y la bruma galaica. Apenas hay espacios para descubrir una sonrisa, una invitación a seguir a la esperanza. La sensualidad y la sexualidad, no obstante, se asoman a través de la desnudez de una joven presa en el objetivo del fotógrafo, con un frío espejo como testigo. Contrastando con la cálida mirada de un adolescente de labios carnosos que busca la complicidad de su gato, clavando su mirada ambos en el futuro.
Esta colección es la expresión del más puro humanismo plástico. Hombre que retrata a un semejante forzando la impronta de cada uno para que no salga de su desesperanza. Disfrutan de una libertad acorralada por el pesimismo. Plácido L. Rodríguez Domina todas las variables técnicas del retrato. Ha conseguido una obra de arte, donde ha sido capaz de atrapar la vida en su cámara. Podemos adjudicar toda clase de epítetos a sus retratos, pero lo que de verdad ha conseguido, es hacernos percibir más de lo que su objetivo capturó. Si cada espectador transmitiera al artista todo aquello que percibe en estas imágenes, quedaría sorprendido de las consecuencias de haber apretado el disparador, en ese preciso instante. Único, irrepetible y con vocación de permanecer.
Pedro Taracena Gil
Miembro de la Real Sociedad Fotográfica 2006
Galería sobre el retrato
Plácido L. Rodríguez 2004